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Intentando hacer memoria de lo último que me ha podido emocionar como experiencia teatral de las que ando buscando encima de un escenario, reconozco que me tendría que remontar a muchos meses y mi memoria a lo «Dory» no encontraba resultado impactante. Creo que uno de los principales motivos es que cuando uno comienza a tener juicio teatral, las preferencias se determinan en su propia objetividad y esas primeras «manos» se vuelven más exigentes.

A Carlos Zamarriego le descubrí hace años y tras un tiempo sin saber por donde andaba, retornó en un proyecto para «Factoría Echegaray» del que ya nos hicimos eco en nuestro arcón. Ahí ya empezaba a derivar un tesitura de ponernos en conflictos reales llevados evidentemente a un extremo de ficción, propio de lo que hace falta para captar la atención teatral. Con su mano como director, propicia que no simplemente te pongas en la situación de los personajes escogidos si no que además enseguida ya empieces a cuestionar tus propias decisiones. Y no solamente cuando sales de la función, y practicas ese análisis maravilloso de la obra y lo que has sentido.

Eso lo logra con creces en lo que para mi es su mejor propuesta teatral principalmente en varios aspectos. El primero de ellos y que considero más fundamental, no hacer al público un trabajador constante de cerciorar qué ocurre en escena. Es decir, es una labor de mano de obra hacia los espectadores. En poco tiempo, que también se agradece porque al igual que existen escenas superfluas en el cine ni les quiero contar lo que puede adormecer esas propuesta en el teatro, te presentan el nudo principal de la trama y lo que vamos a tratar. Vamos al grano pero sin desperdiciar información, te la ofrezco de la mano de los diálogos y la simbología, precaria pero eficaz, para que directamente ya estés metido dentro de la función desde el primer segundo. Es un ejercicio de respeto y solidaridad al público, y ayuda evidentemente a mentes poco frecuentes en las artes escénicas a que puedan animarse a disfrutar de buenas historias como ésta. Y a los que estamos un poco más curtidos, de poder sentir influencias diferentes, y lo mejor aún sorprendentes.

Y el otro aspecto imprescindible son las manos ejecutoras de sus dos actores. El chico Zamarriego, que se está convirtiendo Juan Antonio Hidalgo hace un trabajo increíble de destacar con ese toque de elegancia que no puede desaparecer de su ser más una gran labor en el trabajo de la persuasión. Es el artífice, en el perfil de esta representación, de precisamente nuestros miedos ante las tentaciones diarias que nos pueden mejorar nuestra calidad de vida, aunque éticamente lo más seguro es que se salgan de nuestras fronteras de pensamiento. Lo ideal e inteligente de la propuesta es que ese «ser» puede ser humanizado en la vida real en lo que puedan pensar de su propio mundo. Yo le puse veinte mil caras.

Y el chico que puede llegar a convertirse en chico Zamarriego que es Víctor Castilla, logra representar a la perfección a nosotros. Nuestra cotidianeidad de mierda de todos los días, nuestras ganas de progresar pero también nuestra propia ambición que escondida tenemos todos hasta que nos llega ese tren que puede llegar a hacernos cuestionar esos valores con los que nacemos. Tengo que reconocer que también es el mejor papel en el que he tenido la suerte de ver a Víctor, con una contención sorprendente que luego logra desplegar con su faceta más cómica cuando la acción lo necesita y en lo que también él es un genio innato, pero he agradecido enormemente poderle ver en otra tesitura.

El contrapunto es el necesario para que todo se vea con la perspectiva de los diferentes extremos, y esto logra que el paralelismo de ciertas decisiones que pensamos que no tienen importancia podamos cuestionarnos qué consecuencias puede llegar a tener en el futuro. Esto quizás sea lo más importante de «La Mano». Funciones que te reconcilian con historias que te hacen despertarte de la butaca, que la patata del corazón no pare de moverse y que se pueda sentir con alegría el buen hacer de dos espléndidos actores en un gran acierto de Carlos Zamarriego. Yo la verdad es que le regalo el usufructo de las mías, aunque prometo que para redactar estas líneas aún no habíamos firmado el contrato.

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