LA VIDA

La compañía malagueña, «El Espeto Feliz», logra llenar sus tres días de este último fin de semana de Agosto de este «Patio 19», que ha sorprendido por su cercanía y el buen humor que destila en sus paredes blancas, repletas de detalles para emocionar a todos los que han querido compartir las andanzas de unos personajes que quedan para el recuerdo.

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Público asistente a «Patio 19» con los actores Manolo Albarracín, Estefanía Rueda y Sara Granda

Las situaciones más cotidianas pueden suponer una buena historia. Lo difícil es saber contarlas. Sentir esa sensación que comparte el público cuando se siente identificado con buena parte de lo que ven delante de los ojos. Las historias más originales, evidentemente, cumplen un riesgo mayor y el factor de la originalidad es que el tiene que sobrevivir a los demás. Pero, ¿cómo te ganas a unos espectadores que delante suya tienen a una madre que lucha por sacar a sus hijos adelante o que se expresan a bocados marcando chillidos de los que luego se arrepienten?. Lo digo porque es algo que vemos todos los días y ¿qué atractivo puede tener verlo en un escenario y reconocer esas mismas emociones que arrastramos siempre?.

Ese es el mayor reto que cumple «Patio 19». Y lo hace con creces. Te pones en el lugar de Rosa, de la Niña y el Nano simplemente porque son absolutamente reconocibles. Les quieres desde que te hacen entrar al patio. Y la razón es que se desnudan y se entregan como si les conociéramos de toda la vida. Una madre que aguanta carros y carretas y que se ha olvidado por completo de sí misma para dárselo todo a sus «niños», una carnal y otro de su hermana, a quién además le ha regalado la vida por sacarle de un infierno del que no hubiera podido salir si no es por su tía. Algo fácil de decir y de ahora escribir pero que, muchos sabemos, es de esas circunstancias de las que muchos no lo consiguen. Una niña rebelde pero por el trayecto tan complicado que ha tenido que soportar, necesitada de una aprobación que tenía que haber pedido a gritos pero que muchas veces no hacemos por miedo y que, en el fondo, es un ser humano criado con cariño y que se convierte en una buena persona pero con mala suerte. Y un sobrino que rezuma esperanza, que da la alegría de la casa y que está enmarcado en una inconsciencia ingenua que lo hace adorable (aunque no pare de tocarse sus partes).

Muchas veces en las obras de teatro, necesitas un tiempo para contextualizar ambientes y personajes y entender ya todo el universo que te están presentando. Lo increíble de «Patio 19» es que ese proceso va a una velocidad abrumadora. Nada más entrar en ese hostal de fachada de vestidos de gitana, entras ya en ese patio donde los extranjeros se mueren de la vergüenza por pasar en medio de todo lo que tienen montado o incluso participan de esa manera tan espontánea con la que el teatro está más vivo que nunca. Y ya sabes quienes son los personajes y sus problemas. La forma de interactuar con todos los que allí nos congregamos para la inauguración de ese patio es simplemente una lección de lo que yo siempre busco, el respeto al publico. Hay muchísima gracia pero sin caer en el chiste barato, hay lágrimas verdaderas y nada exageradas y hay un mensaje de esperanza que despierta la atención de todos los allí presentes contagiándonos de esa experiencia. Se sale más feliz de lo que uno entra y se sienta en esos bancos. Y la obra cumple un valor importantísimo, de hacernos olvidar nuestras propias «mierdas» hablando de lo que transcurre en una casa común.

Lo que te puedas imaginar que va a suceder entre esas paredes blancas, de farolillos y mantones se queda en un segundo plano. Pasas de la histeria de la risa a lo más absurdo que puede contener algo de tristeza pero alentadora. Manolo Albarracín, Estefanía Rueda y Sara Granda son tres excelentes actores que desarrollan la mejor capacidad de improvisación que he visto en mucho tiempo. Y son tres intérpretes que saben actuar de verdad hacia todos tus instintos. Te hacen cómplice del sufrimiento y la felicidad que soportan sus personajes. Es simplemente por un gesto, un cariño y que despliegan el mejor del humor hacia los demás porque cumplen lo más importante, saber reírse de si mismos. Son grandes profesionales y es una orgullo la pasión y el ingenio a la hora de crear estas piezas que hemos podido ver este fin de semana.

En la primera parte donde nos presentan precisamente a Rosa, Niña y Nano asistimos como invitados a la inauguración del Patio 19 y ya empezamos a vislumbrar las relaciones que tienen entre ellos y, por medio, van apareciendo más personajes increíbles que dan desarrollo a ese sueño de convertir un hogar familiar en ese proyecto por el que han puesto lo mejor de ellos mismos. Van a tener, incluso, lecciones del siglo de oro de nuestro teatro clásicos (a su particular forma, claro está), conocerán canciones con referencias cinematográficas que ni se esperan y hasta tendremos que echar un cable para que la función pueda continuar y sentirte más partícipe aún con ellos.

En la segunda parte, «… La vida», encontramos una ventaja fundamental. Quién no haya visto el comienzo no tiene problema de reconocer enseguida lo que sucede, y quién la ha disfrutado descubre detalles que hacen escapar esa sonrisa de complicidad de saber qué importancia tienen. Rosa (Estefania Rueda) sigue desbordando esos tics naturales de esa mujer de la que seguimos aprendiendo, (la mejor caída de ojos que he podido ver en una actriz), pero que además, al ir fluyendo mejor los obstáculos que siempre se nos presentan, podemos incluso valorarla más relajada y tranquila y así aprender de todos sus matices. La «Niña» (Sara Granda) y «Nano» (Manolo Albarracín) descubren responsabilidades que tienen que asumir y que les servirá para su propia madurez, y en el contexto tan bien estructurado que tienen en esta trilogía, el recorrido vital que realizan es muy natural y reconocible. Sara lleva a gala ser esa hija rebelde con miedos pero cuando habla desde su sonrisa, emociona de una manera directa y traspasa el muro inquebrantable que muchos nos ponemos para que no nos vean así. Y lo mejor que puedo expresar de Manolo, es que tras verle salvar una obra de teatro que se caía a pedazos, no cesa de sorprenderme. Deseo fervientemente que no pierda nunca esa espontaneidad a la hora de crear, un talento innato que es muy complicado que alguien lo sepa aprovechar tanto como él en cualquier actuación. Y si a eso, le sigues añadiendo a estas tramas, esas dosis de humor características entre los tópicos, el absurdo y la improvisación, continuamos con puntazos inolvidables que no desvelo, pero que tienen que ver con esas rivalidades andaluzas de las que también saben reírse. Y adoro, siendo fanática absoluta, de esa participación con el público que se sienten cómplices de ayudar en todo lo que precise la familia protagonista a la que queremos seguir cómo les va la cosa en este patio, igual que a ese vecino/a por el que pasas por su puerta y tienes que saludar.

Público asistente a la última parte de "Patio 19"
Público asistente a la última parte de «Patio 19»

Y en la última entrega, «Una luz», llegamos a ese final del camino que se me antoja muy real como la vida misma. Se podría buscar algo perfecto para que la gente saliera con esa sensación de «fueron felices y comieron perdices» pero desentonaría con esa marca propia de esta compañía teatral en la que lo que expresan es la verdad y particularmente me hubiera sentido engañada. El poso que te deja al concluir la obra, no es tan rematadamente divertido como la primera parte, ni con tanta sorpresa como la segunda pero esta tercera sirve para reflexionar. Mirar atrás en esa trayectoria en la que hemos conocido a Rosa, a la «Niña» y al «Nano» y cerciorarnos que hay que ir siempre superando obstáculos buscando salidas que ni siquiera podríamos tener contempladas, pero que hay que asumirlas. Eso no significa una rendición, sino que es encender la luz cuando sólo se ve oscuridad. Y me quedo con eso, el hecho de buscar nuestra propia felicidad aunque sea modificando unas expectativas previas pero que sirvan para afianzar él poder tener el futuro que cualquiera nos merecemos. Es la máxima lección que he aprendido de este patio.

Yo estoy profundamente feliz de haberles descubierto, no sólo por haberme transmitido un mensaje de esperanza que alienta a cualquiera que tenga un alma sensible, sino porque me han cerciorado que el teatro se puede hacer de mil maneras, pero siempre con la pasión y el cariño que debe estar en cualquier escenario. «Querer es poder», que decía la matriarca al principio de esta aventura escénica y ellos mismos, son el ejemplo de esa filosofía. Han querido y, por ello, han podido. Deberían ser maestros para muchos pero mientras tanto yo he aprendido como devoradora cultural de todo su talento. Y bienvenidos sean más patios como éste.

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