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Hay una especie de dictamen que, siempre ocurre con las películas de Ken Loach, en los que muchos aficionados al cine ya catalogan su manera de reflejar la realidad como sensacionalista  y que se encasilla en destacar situaciones de problemas laborales. Creo que es una forma excesivamente simple de denominar el trabajo que hace este cineasta y que si nos pudiéramos quitar esos prejuicios en la forma que tiene este director de transmitir sus historias, no se podría llegar a tal conclusión. Y si se llega, uno debería revisarse el grado de empatía por si ha desaparecido de su ser. Y qué pena si es así.

Escribo estas palabras con mucho dolor porque la gran labor que hay detrás de esta película «Yo, Daniel Blake» es más que necesaria en la sociedad que vivimos. Me ha hecho sentirme cercana con un país que parecía que su sistema más independiente podría ser más diferente que nuestro sistema europeo y, en todas las escenas de esta trama he visto lo que ocurre a mi alrededor. Una burocracia absurda que marea y da vueltas, justificando la maldad de las personas por ser un ínfimo número el que pueda aprovecharse de una situación para burlarse del sistema, la cola de ese banco de alimentos donde muchas personas que tenían resuelta su vida se ven abocadas a tener que pedir alimentos porque no pueden dar de comer a sus hijos y la impotencia de sentirse aislado de un mundo cada vez más moderno donde tienes que espabilar para estar a la altura de la tecnología, y no de las personas.

Ken Loach explicó que “mi idea era contar una historia de dos personas que se hacen amigos inmediatamente. Y a través de ellos mostrar cuan cruel se ha convertido nuestra sociedad, pero también cuan cruel son los gobiernos para humillar, negándole a la gente lo más básico de la vida, usando el hambre como arma para disciplinar. Quería hacer una película para revelar toda esta crueldad en la que vivimos hoy” y lo ha logrado con una maestría extraordinaria junto a su inseparable guionista, Paul Laverty. «Yo, Daniel Blake» ha obtenido la Palma de Oro en el Festival de Cannes y el premio del público en el pasado Festival de San Sebastián, dos citas donde estoy convencida que el jurado y los espectadores han podido comprobar el gran trabajo de documentación en este sistema injusto de subsidios y de reflejo de esa desesperación actual que hace que te sientas aislado, sin encontrar una salida a tu propia vida.

Pero igualmente refleja una capacidad humana que va acrecentándose, a medida que el Gobierno sigue sin poner soluciones reales a los índices de pobreza, y es la solidaridad. Rachel y Daniel, que son los protagonistas de esta película, coinciden donde nadie quiere estar, una oficina de la Administración para solicitar una ayuda y poder sobrevivir, y viendo que por las propias normas y no mirando más allá de lo que tienen delante de los ojos, esos funcionarios no les van a ayudar, se protegen mutuamente y se dan el cariño que todos damos en estas situaciones tan desesperadas. Daniel ve a esa mujer con sus dos hijos que hace lo impensable para darles de comer y sacrificar su propia existencia y no duda en echarle una mano en lo que pueda, y es necesario aunque se sepa, ver en imágenes esa realidad que rodea nuestro día a día y que tan acertadamente se refleja en esta película. Hay escenas que te rompen el corazón (especialmente una protagonizada por la madre en el Banco de Alimentos) y otras que te alientan como si te pudieras levantar de la butaca para animar y apoyar en la lucha del propio Daniel Blake cuando decide saltarse los protocolos. Decía el propio Ken Loach, “somos, en esencia, seres sociales. De manera natural buscamos ayudarnos mutuamente, algunas de las instituciones que creamos reflejan esta característica de los seres humanos: esas que unen a las personas para ayudarse y apoyarse mutuamente. Lo que pasa es que ahora las instituciones del Estado tienden cada vez más a separarnos, a automatizar todo, a fragmentar, a ponernos en situación de competencia, en vez de incitarnos a colaborar unos con otros”

Me gusta también que haya un espacio para reflejar el que muchas personas se hayan quedado atrás por no saber manejar un ordenador y como esa rabia hace que la propia sociedad, te aisle y te sientas completamente solo. Daniel Blake tiene que buscar la ayuda constante, y no hay nadie que se pueda plantar cinco minutos con él a poder rellenar un formulario para pedir el paro que le corresponde. Y esto sucede. Muchas personas de 50 o 60 años, no vivieron ese boom tecnológico y no tienen los conocimientos para poder actualizarse a este mundo contemporáneo y ya no hay paciencia para esperarlas. Como ellos mismos, supieron de otros aspectos que aunque ahora no cuenten, fueron fundamentales para su propia subsistencia. Me encanta que ese hecho se refleje en esta historia y nos demos cuenta de lo acelerado que transcurre todo. Igualmente, da en el clavo a la hora de denunciar las armas que utiliza la Administración para expulsar a los ciudadanos que debería defender, un círculo vicioso en el que por la propia incompetencia del sistema, uno no puede avanzar en la búsqueda de trabajo que es lo que quiere realmente, ni tampoco solicitar una ayuda por un criterio personal administrativo que no concuerda con un profesional sanitario, ¿y de ahí cómo se sale?, se es simplemente un número y se espera a que ese número desaparezca lo antes posible. Nos muestra constantemente como el Estado no nos ofrece ayudas sociales, sino que nos transforma en innumerables números o en respuestas de «si o no» como se muestra tan acertadamente al comienzo de la película.

«Yo, Daniel Blake» habla perfectamente de esa restricción de las políticas sociales generada por una maquinaria burocrática y administrativa que actúa en contra de los más débiles. De cómo nos venden la moto en defensa de unos pocos que se hayan saltado ese sistema y haciendo pagar a justos por pecadores. Nos saca nuestra vertiente más empática en la que contemplamos cómo hemos dejado de luchar por nuestra dignidad que ha sido pisoteada, devaluada o simplemente no reconocida.  Narrativamente, plasma a la perfección la falta de justicia que ataca, precisamente, a nuestra dignidad. Y qué gran trabajo el de los actores protagonistas, Dave Johns y Hayley Squires, además de los niños de ésta última, cuanta verdad en esos trabajos y en ese sufrimiento que necesitan compartir entre ellos para poder mantener algo de esperanza. Y finalmente, Ken Loach con brillante guión de Paul Laverty, consigue que queramos reivindicar nuestros derechos como ciudadanos, al menos incitar a movernos ante nuestra impasividad inexplicable, y que haya verdadera igualdad de oportunidades para todos. Lo que representa esta película es un absoluto fracaso de la democracia.

Menos mal que no hiciste caso a tus instintos, Ken Loach, después de la no menos maravillosa «Jimmy´s Hall» y sigues haciendo este cine que hace falta. Sigue sin cumplir tu retirada, por favor

Nota: 10 Arcones

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