Crítica «Las troyanas» – Festival de Mérida
ESCUCHAR CON LA PIEL
Soy firme defensora de que el teatro es el mejor vehículo para representar mensajes sociales hacia el público. Creo que es de las herramientas más poderosas para que el ejercicio de la denuncia sea más completo, y haga reaccionar al espectador hacia causas que son importantes para actuar en estos tiempos.
Y me gusta aún más que se coja un texto clásico, y mediante ese trabajo de esfuerzo, se haga una adaptación que salga de las clases cuadriculadas de lo que implica un texto de estos autores, para convertirlo en una voz que sea un grito de atención, de reflexión y de entendimiento. Pero en mi opinión, hay una tendencia actual a querer conservar una manera personal de querer trasladar una idea, en detrimento de un entendimiento común que se logra por una buena base de medida del ritmo, trabajo en los diálogos y condensación de lo que se quiere transmitir.
Hécuba es la gran protagonista que nos va narrando su desgracia después de la guerra de Troya, y seguidamente somos conocedores del devenir de su familia. En esa transición, hay mucho juego coreográfico de color y vamos personificando a cada actor mediante su presentación, y la explicación del contexto en que estaba, en el que está y en lo que próximamente va a acontecerle. Es el mismo recorrido que vamos a ir descubriendo hasta el final. Por lo que si no imprimes una cadencia muy dinámica, o como pasaba en ocasiones que se agradecía un doble plano de actuación de los intérpretes para ir descubriendo qué devenir tendrían posteriormente en la historia, difícilmente es un esquema del que los asistentes puedan mantener esa tensión durante dos horas. Tampoco ayudaban los constantes textos proyectados porque a la velocidad que se veían, no servían para proporcionar esa atmósfera grupal, si no que determina más mi sensación de «quiero y no puedo». Es decir, parece que quieren incluir todo tipo de disciplinas pero sin darle una continuidad que pueda dar sentido a toda esa amalgama de estímulos.
No hay nada que reprocharle a los actores que están increíbles acometiendo lo que se les ha dirigido. Desde «Los días felices» no veía a una Isabel Ordaz tan brillante, ha sido una mezcla de rabia y ternura muy real a nuestros tiempos, especialmente me llega al alma cuando su voz aguda se resquebraja en las emociones que ejecuta con todo su cuerpo (vaya actuación se ha marcado especialmente desde las escaleras del escenario). Me he sentido feliz de sentir a su Hécuba, también desde el centro cerquita al público sosteniéndose con un palo, y poniendo los ojos de amargura más espectaculares que he visto en mucho tiempo.
Y vine a Mérida por María Vázquez y Cristóbal Suárez, dos actores por los que me desvivo y me siguen dando razones para hacerlo. Son fuerza corporal, realmente bellos en sus movimientos, pero sobre todo, tienen unos valores de respeto y dedicación encima del escenario por los que merece la pena hacer cualquier aventura para verles en directo. Que orgullo de actores y actrices tenemos en este país.
A Carlos Beluga le descubrí el año pasado en «Tiresias», y de los que han cantado es el que más me estremeció la piel, como ya me sucedió el año anterior. Es un Menelao de mucha categoría. El temazo es de Sam Cooke, por cierto, «A change is gonna come»
Mis descubrimientos han sido Selam Ortega, quién ha bailado en un número final de una manera que era imposible no admirarla, Mina El Hammani era, sin duda, una Helena de Troya muy a la altura de su cometido, que baile se ha marcado con Carlos Beluga que ha sido realmente espectacular, y finalmente una Esther Ortega que era luz bajando de esas imperiosas escaleras del Teatro Romano, sintiéndola cerquita con su hijo, Abel de la Fuente.
En el relato, Hécuba habla de su ciudad destruída que no existe. La podemos sentir desde el suelo, en las escaleras, sentada o de pie alzando las manos en señal de dolor. Y es esa voz que se convierte en grito para las mujeres. Su tragedia es lo que sirve para explicar el sufrimiento femenino, y los personajes masculinos la explicación de su destrucción, y lo que ayudan es a trasladar todo ese drama. Las hijas reflejan ese espejo de verdades que son las cadenas de su condena o gritos en la oscuridad como bien reclama Casandra, o que las mujeres son arrastradas a la vorágine de los hombres, siendo su dolor de hoy se convertirá en la tragedia olvidada del mañana como manifiesta Andrómaca.
Me ha gustado especialmente la parte en la que Hécuba habla de esa realidad femenina en que siendo las mujeres las que más estamos al ciudado, seremos siempre las villanas. Y en toda esa consecución de historias que vamos reconociendo podemos percatarnos que esto es así. Y pasa igual en todas las diferentes mujeres que conocemos en «Las troyanas».
Hay que aplaudir las partes coreográficas por ese resultado tan bello de parecer figuras de una escultura que se salían del marco para poder llegar a su maxima expresión. Se nota la dedicación que le han puesto para un excelente resultado con una música que requería mucha fuerza corporal.
«Las troyanas» hablan de la crueldad del ser humano en muy diferentes vertientes, y especialmente en esta obra se ve claramente que la máxima expresión son esos actos contra las mujeres, para no dejar que el silencio nos borre de los mapas. Aunque aparezca también las constantes injusticias hacia la humanidad. Como nos pedían, hemos escuchado con la piel más que con los oídos, pero hubiéramos celebrado que hubiera sido una percepción más satisfactoria, y no un mal sueño.
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