A GUSTO DEL AUTOR

Los ingredientes por lo que muchos autores se muestran escépticos ante las versiones de sus trabajos en cualquier disciplina artística, se fundamentan básicamente en la tergiversación o eliminación de muchas piezas, para favorecer en la ficción al medio por el que se está divulgando la historia. En este caso, Arturo Pérez Reverte, no puede estar más que entusiasmado. Se respeta su esencia y el valor característico de los personajes de «El pintor de batallas» en la piel de Jordi Rebellón y Alberto Jiménez.

Markovic, uno de los retratados por los que el fotógrafo Faulques consigue uno de sus mayores reconocimientos profesionales, es utilizado como excusa no para encontrar una manera de ponerse en contra de quién le cambió la vida sin pedírselo, sino para poner sobre la mesa algunas incertidumbres que aún mantenemos sin desvelar sobre los seres humanos y cómo nos comportamos entre nosotros. Ese patrón está especialmente cuidado en la adaptación de Antonio Álamo y es el esquema principal por el que se deriva hacia diversos temas en el transcurso de la función.

Mi problema es que como espectadora quería mucho más. No simplemente respetar el diálogo y la idea de lo que querían transmitirse estos dos personajes. El valor de una fotografía, el ponerle una razón a nuestros actos o, simplemente, ver mucho más allá de nuestro egoísmo. Yo quería más interacción entre ellos, que se pudiera encontrar un ritmo más dinámico en el que yo me pudiera meter más de lleno en la obra, o haber encontrado un tono más adecuado donde parecieran mucho más reales y sinceras esas explicaciones que ambos necesitaban reprocharse y que, en ocasiones, el ambiente y desde dónde han enfocado estas interpretaciones, no ayudaba a entender qué se querían decir y cómo se lo estaban diciendo.

Aún así el comienzo de «El pintor de batallas», más esos intermedios donde Jordi Rebellón pinta con maestría en el aire ese cuadro que vemos completar al fondo del escenario, son de una belleza sublime. Destacadamente por la soberbia puesta en escena de Curt Allen Wilmer y la espléndida música que le acompañaba, como si fuera un director de orquesta con batuta y no con un pincel, de Marc Álvarez. Una propuesta que bien podría traspasarse a un museo y vivir las diferentes obras con ese ideal acompañamiento. Sin duda, de los mejores momentos de la obra.

Los dos actores demuestran su saber hacer en escena. Tanto Jordi Rebellón como Alberto Jiménez hablan el lenguaje teatral en el que se entienden perfectamente para dar lo mejor de ellos en escena. El problema para mí, ha sido ese planteamiento tan plano y que se le notaba que le faltaba más interacción, reproches o simplemente no soltar texto que implique una frase a destacar, sino una verdad que conllevara una dramaturgia más natural e interactiva entre ambos. Pero me gusta quedarme más con ese equilibrio entre estos roles tan marcados y extremos que se han podido complementar para mostrar el horror de la guerra y del ser humano.

La batalla que pintaron no hizo que me quedara mucho tiempo contemplando el cuadro. Esperaré a la próxima.

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