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Cualquiera que plantea una película con este tramado político tan destacado, puede caer en la tentación de jugar con la moralidad del espectador. Especificarle cuáles son los culpables y cómo deben pensar ante actuaciones tan inmorales que suceden cada día, y que son portada de cualquier medio de comunicación. Rodrigo Sorogoyen huye de esa tendencia y utiliza en mi opinión, una estrategia más inteligente.

Lo que nos cuenta desde el principio de «El Reino» es detectar y ponernos en la piel de todo tipo de personalidades corruptas que podemos identificar fácilmente en nuestro país, y no sólo se queda en ese análisis sino que lo ahonda más allá en los mensajes que nos llegan a los ciudadanos a través de periódicos o programas de televisión. Es tal esta determinación que durante todo el metraje no ubicamos la ciudad donde empieza toda la parte corrupta del film, ni tampoco el partido político que está cometiendo todas esas irregularidades. Algo muy acertado para no caer en la tentación de ideologizar al propio realizador.

Cada uno de los actores que participan en esta película están sublimes. Cumplen a la perfección todos los perfiles de políticos o comunicadores que, al instante, detectamos por su físico, objetos que manejan o la propia personalidad. Detalles que nos hacen detectar al momento a principales protagonistas de nuestra vida real política o periodistas que son conocidos por todos, pero a los que no pone nombres en concreto. No destaco a ninguno de los intérpretes por encima de otro, aunque Antonio de la Torre sea el centro principal por el que vamos descubriendo a cada uno de los personajes, y el que lleva el mayor peso de la trama por el que sustenta la historia. Todos cooperan en pro de hacer ver al público cómo actúan, no de justificar sus actos pero sí de entender qué les mueve a ser deshonestos, cómo se desarrolla la estructura de partidos en los que los responsables que parecen intocables caen enseguida al día siguiente, y que no son para nada importante los valores cuando la soberbia hace acto de presencia en su forma de ser.

Igualmente el director no cae en la facilidad de alabar el papel de los medios de comunicación por hacer su trabajo y reflejar estas irregularidades, haciéndoselas llegar al público. «El Reino» también habla de la propia ética de las empresas que rigen a los diferentes grupos de comunicación, cuestiona su rigor y la objetividad a la hora de tratar sobre estos temas. Y en eso también hace pensar al espectador de si todo lo que le llega es la verdad de lo que sucede, o son noticias que se salen de lo que se debe saber y deben conocer los ciudadanos, o sólo responden a sus propios intereses mediáticos. En definitiva, si esa soberbia no puebla también a estos medios de comunicación.

Finalmente, me queda por destacar la increíble planificación de la película. Al igual que en «Que Dios nos perdone», los planos de «El Reino» nos llevan a puntos de vista muy diferentes y que hacen que cada escena se enriquezca de una manera muy acertada, y que el ritmo sea rapidísimo a pesar de toda la información que conlleva cada diálogo. Se hace amena pero, además, hace pensar en todo lo que se nos presenta en la gran pantalla, más que nada en ese acertado interés en ponernos en la piel y en la manera de actuar de estos responsables políticos, que así nos permite juzgarles con sentido en cada próximo escándalo que siga surgiendo y saber porqué es necesario, desde nuestra posición contar con toda la información necesaria para no sentirnos engañados, y esperanzarnos en poder lograr unos mejores dirigentes que hagan la labor que se les encomienda hacia los ciudadanos, y  que no vengan a lucrarse para ellos mismos.

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