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Ya conocéis mi particular devoción por el cine francés, que al igual que me pasa con nuestro cine pues hago una selección propia de lo que puede llegar a emocionarme, y esta nueva aventura cinematográfica de François Cluzet tenía todas las papeletas.

La historia de «La escuela de la vida» nos remonta al París de 1927, casi diez años después de la Primera Guerra Mundial, el Estado Francés no puede hacerse cargo de todos los huérfanos que dejó el conflicto bélico. Por ello, desde un orfanato situado en un barrio obrero de la capital gala, acude Célestine, el ama de llaves de una finca señorial situada en Sologne, a la que le proponen acoger al pequeño Paul, ya que ella era la única que conocía a sus padres. Por ello, el protagonista pasará de vivir en la ciudad a la campiña, donde conocerá al guardabosques, el marido de Célestine, como también al Conde de La Fresnaye, dueño del palacete, y a Totoche, un cazador que le enseñará todos los secretos del bosque.

Es un cuento mágico donde descubrimos los aspectos fundamentales por las que te dejas llevar inmediatamente por esta trama de descubrimientos a través de los maravillosos ojos del niño. En esos aspectos no entra el guión, que peca de previsibilidad y de acciones que fortuitamente, y con menos veracidad, provocan que lo que se pretenda y se desea que tenga que suceder ocurra, pero evidentemente uno siente esa falta de credibilidad que deja pasar por alto para seguir disfrutando de la película. El caso flagrante son los «villanos» que quedan completamente estereotipados, pero que por otro lado son necesarios de esa forma para que todo tenga el resultado que se espera desde el principio del metraje.

Pero lo que sí funciona en «La escuela de la vida» siendo los grandes aciertos de su director, Nicolas Vanier, es la atmósfera lograda gracias a la localización exacta donde ha sido rodada. Un entorno idílico cuya fotografía te teletransporta a ese campo rodeado de paz y naturaleza bien cuidada, y que se llama Sologne, escogido por el realizador ya que creció en los bosques que conforman el lugar y le convirtieron en un amante de la naturaleza. A través del film ha querido rendir homenaje a sus orígenes dando a conocer la belleza del paraje. Todo el decorado fue original de la region de Sologne, incluido la mansión del Conde, que se encuentra en la Marolle-in-the Sologne,  que es el castillo de Villebourgeon.

El otro gran aspecto importante es la interpretación de François Cluzet como Totoche. Ese ermitaño del bosque, cuya casa es un barco repleto de compartimentos secretos e inventos alocados, y que le enseña al niño toda la sabiduría que ha ido aprendiendo de su trabajo en sus años de vida. Actúa como ese mentor que precisa este tipo de historias y que vemos con esa mirada infantil de sorpresa y de constante felicidad por todos esos pequeños detalles que va conociendo en sus aventuras.

Y no quiero olvidarme de una actriz desconocida para mi a la que le seguiré la pista, Valérie Karsenti, actuando como la mujer que acoge al pequeño para darle esa nueva oportunidad de conocer quién es y poder crecer en esta escuela de la vida, y si los ojos del niño nos pueden llamar constantemente la atención, yo me quedaba cautivada con su mirada y su predisposición a ser feliz y a transmitir también esa sensación a los demás. Gran descubrimiento.

«La escuela de la vida» es apropiada para quienes necesiten soñar sin analizar qué puede ser factible o no, y quienes quieran admirar un paisaje de ensueño donde nos encantaría perdernos como el niño protagonista. Al final adquirimos ilusión y valoramos el trabajo de buenos profesionales. Y eso siempre es un buen objetivo cinematográfico.

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