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Con Isabel Coixet siempre tienes la garantía de que no te va a dejar indiferente ante la propuesta que te plantea en sus películas. La tendencia puede ser no parar de reír como pasa en uno de sus últimos trabajos, «Aprendiendo a conducir», o dejarte un sabor agridulce pero, a la vez, adictivo como sucede en gran parte de su filmografía y, con su última propuesta, «La librería», no se ha desentonado de esta idea.

La película se basa en la novela de Penélope Fitzgerald donde nos presenta a Florence Green, una mujer cuyo propósito es abrir una librería en una antigua casa de  la pequeña y tranquila localidad costera de Hardborough, y se encuentra en una lucha de poder en el que los intereses particulares de una aristócrata empecinada en sus propios intereses chocan con la idealización emprendedora de la protagonista.

Durante la evolución de la historia, descubrimos a personajes que apoyan su iniciativa como los que respaldan al poder y a la parte más conservadora. Es una situación que la directora marca con su particular seña de identidad y, precisamente, logra que empatices enseguida con la lucha de esta humilde y sensible trabajadora, que como le dice el genial rol de Bill Nighy, sobrevive a todas las tempestades gracias a su coraje.

El film es una declaración abierta a la literatura y a que adentrarse en el mundo de las páginas, puede ampliar nuestro conocimiento y punto de miras, y formarnos con una personalidad más crítica. Lo interesante de «La librería» y que le hacen un ejercicio tan interesante de disfrute cinematográfico, igualmente por la banda sonora maravillosa que vuelve a ser una referencia imprescindible en las iniciativas de Isabel Coixet, es que no te sientes para nada en una ambientación o estilo británico, por mucho que lo parezca por los escenarios y los actores que forman parte de la película y, más que nada, que ese abuso de poder no se contempla desde un marco muy visual, ese abuso se suscribe y se denota a través de sutilezas, del propio personaje de Patricia Clarkson y los secuaces que caen enseguida en su encanto y se dejan llevar por los propios favores personales que les promete.

De Patricia Clarkson y Bill Nighy poco puedo añadir que quienes gozan de su trabajo no sepan, y aquí vuelven a cumplir con creces. Y en Emily Mortimer, evidentemente ya no veo a esa Mackenzie McHale que me atrapó en «The Newsroom», pero vuelve a sorprender y emocionarme entrando en su timidez particular y amor en su propósito de crear un hogar donde los lectores sueñen con las historias que se plantean en sus estanterías.

El punto negativo es ese poso que se queda en tu interior cuando te levantas de tu butaca. Logras entrar de lleno en ese ímpetu que, cuando compruebas todas las dificultades que se plantean ante las grandes ideas, una ya se cansa de que todo funcione de esa manera. Aún así, el mensaje de esperanza y de que esa labor didáctica y emprendedora tiene siempre sus frutos positivos, es lo que al final prevalece y merece la pena sentir ante películas como «La librería».

Reitero que es una virtud ser ya una realizadora con un toque tan personal e identificativo, que haga que marques una diferencia desde el momento de crear cualquier idea cinematográfica. Eso sí, necesito de nuevo a una Isabel Coixet más divertida, aunque sea adicta a lo que ya lleve su sello.

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